La fuente

Carlos Q.
5 min readJan 1, 2021

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Photo by: @Kerensa

El viaje había durado ya casi una semana. Y ahora, mientras admiraba la inmensidad del espacio desde la cabina de su nave, Inti se preguntó si realmente estaba haciendo lo correcto.

Desde siempre había creído que las historias sobre viajes en busca de la Fuente del Qunqay eran mentira, simples cuentos que relatar a los niños cuando es la hora de dormir o con los que se tranquiliza a los ancianos al borde de la muerte. La existencia de un manantial capaz de llevarse consigo los recuerdos solo podía ser producto de la ficción y más aún al tratarse de uno ubicado en un lejano planeta que ni siquiera figuraba en los registros oficiales.

Sin embargo, ahora que, de entre la vasta oscuridad del universo, aparecía frente a él una canica azul que iba ganando tamaño a gran velocidad, Inti sintió cómo todas sus convicciones se sacudieron, planteándose una vez más si al extirpar completamente una parte de su vida ─por más desgarradora que esta fuera─ no estaba cometiendo un grave error. Y allí, solo, tras ese enorme tablero de mando, sintió miedo, pero también esperanza. Los sensores de distancia del vehículo se activaron con un ruido que lo sacó de su trance y él se preparó para el aterrizaje.

Durante el descenso, Inti reconoció que esa incertidumbre que ahora sentía no era realmente novedosa. Esa atmósfera de duda y aturdimiento lo había perseguido desde que Killa, su pareja, cayó víctima de la guerra que acechaba desde hacía unos años su planeta natal. Pensó que si allí, en una sociedad que había vivido en paz por más de mil años, la guerra había podido surgir, fruto de pretextos que desafiaban cualquier principio universal de lógica, entonces subestimar la realidad de una fuente que hiciera posible olvidar el dolor de haber perdido a su compañero y amante por arte de magia era, cuanto menos, insolente.

Con la imagen de la sonrisa de Killa aún fresca en la memoria, Inti colocó por primera vez los pies sobre la superficie del planeta y empezó a hacer un reconocimiento de la zona, ayudado por los pocos artefactos que había podido rescatar de su viejo taller. Aún orgulloso de sus avances científicos, Inti era el primero en reconocer que su equipamiento carecía del alcance tecnológico deseado y que, comparado con el de exploradores o piratas espaciales, resultaba incluso anticuado.

Mientras caminaba buscando la fuente le era difícil contemplar con fascinación los escasos ejemplos de arquitectura local que veía a sus alrededores, dado que el paisaje era desértico, desolador y estaba plagado de inmundicia. Sus radares apenas detectaban la presencia de población cercana, por lo que pudo seguir su camino sin ser visto, deteniéndose con tranquilidad en varias ocasiones ante montañas de lo que claramente eran desechos y descartes de personas que ya no estaban allí. Un juguete roto que otrora había calmado el llanto de un bebé, la base de un vehículo que hacía tiempo había dejado de moverse, herramientas y otros objetos cuya existencia ahora, sin que nadie los usara, carecía de sentido.

Guiado por los arcaicos indicadores de su traje, Inti no tardó en llegar a su destino y frente al riachuelo no pudo evitar sentirse abrumado. Finalmente estaba allí, en carne y hueso. La Fuente del Qunqay, el manantial del olvido, era real. Observó detenidamente cómo el agua de su interior no era como la de las historias que había oído, clara y llena de vida, sino más bien oscura y enrarecida. Los seres vivos que antes la habitaban ahora yacían inertes, flotando en la superficie o escondidos en el fondo, simples carcasas de lo que alguna vez fueron. Estando allí comprendió que la fuente solo se podía entender de una manera: ese no era un lugar del que brotaran las cosas, emergiendo nuevas y limpias, sino un lugar en el que las cosas iban a morir y ser enterradas.

El miedo lo invadió y el corazón le empezó a latir furiosamente. De un bolsillo de su traje lleno de cachivaches varios, extrajo un pequeño envase metálico. Levantó el visor de su casco y supo exactamente lo que tenía que hacer a continuación. Así, tras una breve pausa, empezó a llorar sobre el recipiente en silencio. Cuando finalmente lo hubo llenado hasta la mitad, arrojó el líquido cristalino sobre la fuente y observó cómo sus lágrimas se mezclaban lentamente con el agua, cambiaban de color y finalmente desaparecían con un leve brillo en el horizonte. El sol brillaba como nunca. Y bajo el manto rojizo del cielo terrestre, mientras las piernas le temblaban, Inti empezó a olvidar aquello que lo había traído tan lejos de casa.

Comprendió rápidamente que fuera lo que fuera, él había completado su tarea. Su viaje había llegado a su fin y debía volver a la nave. Tomó aire una vez más y emprendió el camino de vuelta, a pesar de sentir todavía la mente nublada y el pulso acelerado, incapaz de entender qué causaba ese miedo que llevaba puesto como un traje ceñido. Con algo de tiempo, se dijo, quizás podría aclararse, pero ahora mismo le costaba incluso mantenerse de pie. A duras pena llegó a colocarse tras los mandos de su nave y por unos segundos temió desmayarse. Aún con todo esto, pudo incorporarse, arrancar el cohete y dejar este decadente planeta detrás. Por fin podría descansar.

Cerró los ojos, se recostó levemente en la silla del piloto y se dejó mecer por la vibración de su vehículo. Intentó pensar en casa y en los lugares plácidos a los que podría volver en cuanto la guerra terminase: como aquel cine en el que vio su primera película, o aquel parque que tanto le gustaba, al que iba a menudo a leer bajo la sombra de su árbol favorito, y en el que alguna vez un muchacho joven y bien parecido se le había acercado a conversar con él afablemente. ¿Quién era? Inti se hizo esa pregunta hasta quedar dormido, vencido por el cansancio, y en sueños fue acechado por primera vez por la silueta de un hombre sin rostro y sin nombre. No sería la última.

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Carlos Q.

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